Dominio público

'Wishful thinking'

Jonathan Martínez

'Wishful thinking'
Lorena Sopêna / Europa Press

Aún recuerdo la primera vez que escuché A Ghost Is Born, un disco de Wilco que está a punto de cumplir veinte años y que desde el primer día sonaba futurista, con ambiciones orquestales y un cierto aire de psicofonía o sonata marciana. Me lo prestó un buen amigo y de inmediato me quedé pegado a los auriculares, casi en estado de trance, tratando de desentrañar aquella alquimia de melodías y palabras. En otros tiempos, cuando la superabundancia de Spotify era una opción casi impensable, solíamos escuchar cada canción en bucle hasta poseerla, descomponiéndola mentalmente, traduciendo y analizando el misterio de sus letras.

Pongamos, por ejemplo, un tema como Wishful thinking. No hay verso que no rebose hermetismo y poesía. "No one has found how to unring the bell", cantaba Jeff Tweedy, y sonaba igual que Tom Waits cantando "You can't unring a bell". Una traducción tan literal como absurda diría que no es posible des-sonar una alarma. La idea recuerda a aquella conocida frase del diario de Ana Frank: "No se puede deshacer lo que se ha hecho". Y entonces se repite un tozudo estribillo, "What would we be without wishful thinking?" ¿Qué seríamos sin el wishful thinking, sin el pensamiento mágico, sin las ilusiones?

No sé cómo traducir la expresión sin traicionar su espíritu. El wishful thinking es una disposición de ánimo, un mecanismo de defensa, un esquema ideológico. A veces, en medio de una realidad que nos desborda, corremos el riesgo de dejarnos llevar por las fantasías y aferrarnos a un optimismo sin fundamento. En el fondo opera un poderoso sesgo cognitivo, la muy humana inclinación a creernos nuestras propias mentiras y a buscar señales que confirmen nuestros prejuicios. Diría que el imperio del algoritmo ha acentuado la tendencia a instalarnos en nichos ideológicos inexpugnables y cada vez más estancos.

Las elecciones catalanas, con su flujo incesante de analistas, me han devuelto sin querer a Wilco y al wishful thinking. Hubo un tiempo en que la prensa de uno y otro signo repetía la noción del "independentismo mágico" como una fórmula denigratoria contra el procès. Desde el nacionalismo español, se acusaba a los líderes procesistas de practicar una suerte de santería basada en lemas facilones, brotes emocionales y pálpitos colectivos. En otras ocasiones, los propios partidos independentistas se han cruzado reproches de ese signo. Hay un hilo común en el argumento: la magia y el ilusionismo siempre son los demás.


En octubre de 2017, tras la declaración de independencia, Catalunya se sumergió en un remolino de confusión y de euforia. Entre el enojo de unos y el jolgorio de otros, no todo el mundo reparó en lo más evidente: que el Parlament había aprobado un documento sin valor jurídico ni capacidad vinculante. Hay otra verdad aún más explícita que a menudo se ha hurtado al debate. Y es que no existe soberanía sin control militar del territorio. En última instancia, dice Max Weber, un Estado no es otra cosa que aquella entidad que ostenta el monopolio de la violencia. Léase el artículo 8 de la Constitución.

En fin, que el tiempo nos ha pasado por encima entre flashes cegadores: las detenciones de los dirigentes políticos y sociales, la prisión, el exilio que algunos llaman fuga, los lazos amarillos, la sedición, la rebelión, las euroórdenes de cartón piedra, la sentencia de Manuel Marchena, las estampidas policiales, el Tsunami,

Urquinaona, la mesa de diálogo, la ley de amnistía. Total, que se convocan nuevos comicios y el PSC regresa a los números gloriosos de Pasqual Maragall mientras la suma independentista ya no suma mayoría. Para este viaje, quién sabe, tal vez no hacían falta tantas alforjas.


Hay un veredicto mediático casi unánime. El independentismo, cautivo y desarmado, se ha metido un trompazo de aúpa y Catalunya vuelve a ser indubitadamente española. Punto y final. Algunas rotativas progresistas añaden con entusiasmo que se han impuesto el sentido común y la convivencia. La crispación, como el wishful thinking, son siempre los demás. De la celebración socialista puede deducirse un mensaje subliminal: "Hemos conseguido con apretones de manos lo que el PP no consiguió con el desembarco policial de la Operación Copérnico". En definitiva, los próceres del bipartidismo comparten objetivo último aunque discrepen en los procedimientos.

Ese objetivo último siempre fue sofocar las reclamaciones nacionales por tímidas que fueran. Lo sabe bien Alfonso Guerra, que presumió de haberle hecho la trece catorce a sus compañeros del PSC para cepillarse la reforma del Estatut. Lo mismo cabría decir del artículo 155, que empezó como una reivindicación lunática de Vox y terminó contando con el apoyo decidido del PSOE. De hecho, Ferraz abrió expediente a José Montilla y Francesc Antich por haber abandonado el pleno del Senado antes de la votación. El expresident de la Generalitat sostenía que aquella medida de excepción pudo haberse evitado.

Ahora, tras el veredicto de las urnas, ha cundido una suerte de unionismo mágico que cree haber derrotado para siempre las aspiraciones independentistas. Esta voluntariosa modalidad de wishful thinking confunde la parte por el todo y piensa que la tensión social está llamada a desvanecerse como consecuencia del fiasco electoral. Olvidan que el último gran repunte del independentismo tuvo una base puramente civil, cuajó en la Diada de 2012 y forzó a los partidos políticos a sostener discursos más categóricos. No es el independentismo sino el procesismo lo que agoniza ahora entre cuchilladas fratricidas y promesas de mecha corta.


En 2004, mientras Wilco sonaba en nuestros auriculares, el Parlament impulsaba la reforma del Estatut y el PSOE se mudaba a la Moncloa. En su condición de candidato, Zapatero había prometido avalar el dictamen de la cámara catalana pero su partido no tardó en ponerle trabas al asunto mientras el PP se echaba al monte al grito de España es una y no cincuenta y una. Al final, ni reconocimiento nacional, ni sistema de financiación, ni blindaje del catalán. Todo pudo haber sido distinto pero se hizo todo mal. Y como no es posible des-sonar una alarma, solo nos queda soñar. ¿Qué seríamos sin el wishful thinking, sin el pensamiento mágico, sin las ilusiones?

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