Dominio público

‘Un amor’: Los amores perros de Sara Mesa e Isabel Coixet

Octavio Salazar Benítez

Hay en el mejor cine de Isabel Coixet – Mi vida sin mí, La vida secreta de las palabras, Nadie quiere la noche, incluso Elegy – un hilo común que recorre sus historias. El hilo de las heridas que asoman en el cuerpo pero que nacen desde adentro, la siempre turbia naturaleza de los deseos y sus conflictos con la voluntad, la marejada incontrolable de la pasión y, claro, el lugar subordinado que las mujeres ocupan en el tablero de los pactos.  Hay pues una cierta conexión con el universo de Sara Mesa, y en particular con el de su novela Un amor, que tiene el título más paradójico y perverso que yo recuerde de los últimos años. No creo que hubiera una mejor cineasta que Coixet para poner en imágenes esa historia de soledades, de huidas y de frágil emancipación. Un relato áspero a veces, incómodo con frecuencia y que nos hace reflexionar sobre nuestros propios fangos. Los inevitables fangos del humano que somos.

La adaptación de la directora de La librería logra que visualicemos los temblores, las ansias y el miedo. Incluso por momentos pareciera que somos empapados por las goteras, asustados por el aliento del macho propietario, inquietados por las palabras envenenadas del que va de presunta "nueva masculinidad", asqueados por quienes nos ofrecen la imagen de la felicidad bilingüe. Quizás la película logra con más contundencia que la novela mostrarnos una panorámica de tipos que nos hablan muchísimo del mundo que vivimos. Y muy especialmente, como no podía ser de otra manera, de dónde y cómo estamos los hombres en este universo todavía hecho a nuestra imagen y semejanza. Este dibujo tan afilado, sin concesiones, parco y medido, es más poderoso que lo que algunos pudieran ver de censura de lo rural como arcadia con la que sueñan quienes se pueden permitir el lujo de soñarlo. Y en centro, como en la novela Nat – una vez más intensa, frágil y poderosa también Laia Costa -, en la que confluyen dolores y miedos, palabras que hieren y otras que sanan. La empeñada en buscar el término justo para describir el exilio, la frontera, la violación, la huida, la esperanza. Lo que ella hace como profesional pero que también tiene que ver con el momento vital en el que tiene que traducir lo que le recorre por dentro.

Un amor, tal vez con más rotundidad que en la novela en la que se basa, nos ofrece además una suma de interrogantes que en estos tiempos de consentimiento y leyes penales esquivamos en una cómoda huida de nuestros pechos. El marco en el que se inicia y las pautas en las que se desarrolla la relación entre Nat y "El Alemán" -hecho cuerpo, manos y oscuridad gracias a un gigante llamado Hovik Keuchkerian, una montaña-, nos inquietan porque nos hablan de lo turbio de nuestros deseos, de la dificultad de conciliar voluntad y pulsión, de lo complicado que es encajar una cierta virtud en medio de la carne, del efecto multiplicador del desvarío cuando se va colando el amor/posesión, de las inevitables fugas de nuestra sensatez y cordura. La extrema vulnerabilidad desde la que amamos. El precipicio.

Aunque alargada con un epílogo que resta emoción contenida y potencia al relato anterior, Un amor es, como buena parte del cine de Coixet, un retrato de nuestra vulnerabilidad. De esa que nos compromete y nos atosiga, pero también la que explota en líquidos y verbenas. La que, inevitablemente, en contextos desiguales, acaba siendo manipulada por el aliento del que tiene poder. Una extrema fragilidad – herida, cochambrosa, sucia – que se hace vida en Sieso, el perro que Nat acoge y cuida. La ética sanadora del cuidado. No sé si en su momento Sara Mesa, o la misma Coixet, leyeron "The companion species manifesto", el libro de Donna Haraway en el que abandona al cyborg anterior y postula "la escritura canina como una rama de la teoría feminista, o a la inversa".  Un horizonte en el que ella imagina "una naturcultura entreverada de carnes y humanos". El perro, no como el mejor amigo, sino somo el mejor hacedor de lo humano. Quizás, como vemos en Un amor, Sieso y Nat como una nueva unidad hecha de fluidez, finitud e impureza. Amor disonante en el que siempre habrá un resto de incomunicación.

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