Público
Público

De su obsesión por el éxito en la universidad a la desintoxicación: los años que cambiaron a Foster Wallace

Este mes se cumplen 15 años de su suicidio. La vida del autor de 'La broma infinita' basculó entre un talento fuera de lo común y una personalidad agotadora. Los vaivenes de su etapa formativa son claves para entender lo que sucedió después.

El escritor David Foster Wallace, en una imagen de 2006.
El escritor David Foster Wallace, en una imagen de 2006. Effigie/Leemage / AFP / Effigie/Leemage / AFP

D.T. Max es el autor de la biografía más famosa que se ha publicado sobre David Foster Wallace: Todas las historias de amor son historias de fantasmas (Debate). El periodista de The New Yorker y el escritor que se quitó la vida colgándose en el patio de su casa un 12 de septiembre de hace 15 años, sin embargo, nunca llegaron a conocerse. Estuvieron a punto de hacerlo en 1996, en una fiesta que se organizó con motivo de la presentación de La broma infinita, a la que Max acudió como invitado junto a otros cientos de personas.

En un momento de la noche, el reportero giró la cabeza, y al otro lado de una pista de baile iluminada con focos, tropezó con la imagen del sujeto que en ese momento había puesto del revés el panorama literario norteamericano. "Me dejó alucinado", confesaría después, "ver a un hombre corpulento con el pelo largo y desgreñado, una bandana, algún tipo de camisa zarrapastrosa, gafitas de abuela y la expresión de un cervatillo que desearía estar en cualquier otro sitio salvo en esa carretera".

Max, ese día, no se atrevió a presentarse a Wallace. Pero los ojos despavoridos de aquel novelista, justo cuando había atrapado aquello con lo que sueñan tantos escritores, se quedaron de tal modo grabados en su memoria que se prometió que algún día trataría de descubrir qué podía estar escondiéndose detrás de ellos.

Wallace murió a la edad de 46 años en Claremont, a casi seis horas de vuelo de Ithaca, su ciudad natal. En ese entonces, estaba casado con la artista Karen Green e intentaba acabar El rey pálido, su tercera novela. Ya era una de las voces más admiradas de su generación, en parte también gracias a sus relatos cortos, sus ensayos científicos, sus ponencias en universidades, algunos textos sobre tenis o la mejor crónica que se ha escrito nunca sobre un viaje en crucero: Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer.

Un autor complejo y brillante, de tramas difusas, notas a pie de página y frases zigzagueantes como espinos, incontenible, y que aún así conquistó el gran público porque, como sostiene el propio Max, a muchos lectores sus personajes estrambóticos y desmedidos "les resultaban más reales que aquello que escribían los realistas".

Después del trágico suceso, el periodista se puso manos a la obra. Entrevistó a familiares, amigos y colaboradores, se zambulló en sus escritos literarios y académicos e hizo fotocopias de su extensísima correspondencia. El resultado es un libro de casi quinientas páginas que desmenuza una vida singular y un carácter complicado, y que levantó algunas polémicas.

Como cuando la escritora Mary Karr, expareja de Wallace, acusó al narrador de haber pasado de puntillas por los pasajes más desagradables de su relación, cuando el escritor la acosaba llamándola a todas horas o incluso estuvo a punto de matarla empujándola de un coche en marcha.

En Todas las historias de amor son historias de fantasmas se desciende hacia los orígenes de esa personalidad sombría y enfermiza, en ocasiones indefendible, que condujo al protagonista primero a la depresión crónica y finalmente al suicidio, y que de hecho empezó a quebrarse más pronto de lo que uno se había imaginado: en la etapa universitaria.

Éxito en Amherst College

Después de crecer en el Medio Oeste y cerrar su etapa en el instituto con "unas calificaciones extraordinarias", Wallace superó la entrevista de admisión para estudiar y residir en Amherst College, una universidad privada que estaba a más de 1.500 kilómetros de la casa de sus padres y en la que prácticamente todos los alumnos eran "niños bien" a los que no les faltaba de nada.

Sus compañeros "no podían hacerse una idea de lo que pasaba por su cabeza, aunque sí sospechaban que no se parecía a lo que pasaba por las suyas"

La situación económica de su familia no era tan boyante, pero el hecho de que su progenitor hubiera dado clases en el sitio y el buen expediente de Wallace hicieron que fuera admitido sin problemas.

Wallace, por un lado, estaba excitado por iniciar una nueva aventura lejos de los suyos, "rodeado de eminentes profesores y en compañía de otros miembros escogidos de su generación"; le atraía la idea de seguir destacando como estudiante en un college tan exclusivo y cumplir las expectativas de sus padres. Aunque algunos días, al salir de clase, también se sentía desorientado, al verse engullido por un entorno que le exigía socializar para no quedarse al margen.

Sus dos compañeros de habitación estaban en Amherst porque querían ser médicos. Ellos fueron los primeros que se toparon con las rarezas de Wallace. Les chocaba su exagerada manera de mostrarse educado, sus inesperados arrebatos de euforia o su propensión a la soledad. "No podían hacerse una idea de lo que pasaba por su cabeza, aunque sí sospechaban que no se parecía a lo que pasaba por las suyas", escribe Max.

Luego estaban sus manías. Como cuando se pasaba 45 minutos encerrado en el baño haciendo gárgaras y limpiándose los dientes, para después aplicarse minuciosamente unas pomadas con las que combatir el acné que le poblaba la cara. Comportamientos desconcertantes, y que con el tiempo irían a más.

Wallace podía pasarse más de una hora bajo el agua de la ducha. Tenía una fobia descomunal a los mosquitos. Para escribir en sus cuadernos, usaba los típicos bolígrafos bic, y si se daba el caso de que perdía uno, deshacía el camino hasta que lo encontraba ("se refería a esos bolis de la suerte como sus bolis del orgasmo").

Para escribir en sus cuadernos, usaba los típicos bolígrafos bic, y si se daba el caso de que perdía uno, deshacía el camino hasta que lo encontraba

Más tarde, también se acostumbraría a empapelar las paredes del piso con las hojas de la novela que estaba escribiendo. Y cuando ya había alcanzado cierta fama como autor, cambiaba su número de teléfono cada pocos meses y reservaba mesa en los restaurantes con nombres inventados, pues tenía pánico de que alguien lo reconociera y le hiciera algún comentario sobre sus libros.

Aunque por aquel entonces, Wallace, fundamentalmente, despuntaba por ser un alumno con unas capacidades fuera de lo normal. Otro de sus amigos recordó que, en una asignatura sobre poesía británica del siglo XX, mientras el profesor devolvía unos trabajos sobre Philip Larkin a la clase, levantó la vista con discreción y leyó en la cubierta del de Wallace: "Matrícula de honor. Uno de los mejores escritos que he leído".

También Willem DeVries, que impartía epistemología, admitió que tuvo que pedirle en más de una ocasión a aquel muchacho flaco que ya vestía con una bandana en la cabeza, una camisa vieja de cuadros y unas Timberland desatadas que se reservara sus preguntas para las horas de tutoría. Incluso su padre todavía pensaba en el día en que, después de pedirle prestado Fedón, el libro de Platón sobre la inmortalidad del alma, se dio cuenta de que su mente era más veloz que la de cualquier estudiante universitario que hubiera tenido en su vida.

Pero detrás de esa lucidez asombrosa no solo había ingenio; también una intención de reivindicarse. Wallace, que hasta su graduación continuó recogiendo premios hasta alcanzar los diez galardones, "con toda probabilidad un récord en Amherst", estaba decidido a demostrar que podía igualar los logros académicos familiares. "Sacar todo sobresalientes era una forma de esconderme de los demás, de intentar ganarme —a través de la excelencia académica o lo que sea— un permiso para estar en Amherst", reconocería el propio escritor más tarde.

Sus miedos

Su miedo a no estar a la altura de lo que esperaban sus padres, o de lo que él creía que esperaban, lo llevaba a obsesionarse con las notas y a ser terriblemente competitivo, hasta el punto de que empequeñecía mucha la letra en los exámenes para que sus compañeros no pudieran copiarle.

Max: "Los pocos libros que le parecían dignos de leer también le parecían dignos de escribir, lo que a su vez quería decir que deseaba haberlos escrito él"

Algo que, como expone Max, le seguiría condicionando en su carrera como escritor: "Wallace nunca había tenido amigos cercanos en el mundo literario: era demasiado competitivo, juzgador y ególatra. La mayor parte de la creación literaria no le interesaba y los pocos libros que le parecían dignos de leer también le parecían dignos de escribir, lo que a su vez quería decir que deseaba haberlos escrito él".

Aunque Wallace tampoco era el típico listillo de la clase. Desde sus tiempos en el instituto, le gustaba estudiar colocado. Sobre todo, fumaba marihuana. Muchas tardes se juntaba con unos cuantos residentes para fumar en un bong y escuchar música. Luego iba a por café al comedor (a menudo le añadía una bolsa de té a la taza) y se dirigía a la biblioteca, donde podía llegar a estudiar seis horas seguidas, sin descanso.

Para conseguir la hierba sin tener que pagar por ella, se ofrecía a ayudar a sus compañeros con sus tesis. Más tarde el alcohol se sumaría a esa receta explosiva. Lejos de consumir para divertirse, Wallace acudía a la droga como si quisiera encerrarse todavía más en su mundo y darle dos vueltas a la llave.

Hasta que llegó la primera crisis nerviosa grave. Después de pasar las fiestas navideñas en casa, Wallace volvió a Amherst más apagado que de costumbre. Con sus amistades no quiso ni pudo ser más específico: simplemente dijo que se sentía "mal".

"Ya se había familiarizado con su tendencia a la ansiedad y quizá incluso había llegado a asociarla con una posible depresión, pero lo que estaba experimentando en ese momento era una versión intensificada de aquello con lo que había tenido que vérselas habitualmente, fuera lo que fuese, como si dentro de él algún interruptor hubiera cambiado de posición", apunta Max.

De repente, la disciplina académica le parecía una losa y la reluciente nota media de su expediente, una farsa. Se sentía extrañamente abatido y pensaba en suicidarse. Tuvo que marcharse a casa. A la familia, el fantasma de la depresión suicida no la cogió de improvisto: la hermana y el tío de su madre se habían quitado la vida en el pasado.

Empezó a sincerarse con su hermana Amy, cuyas conversaciones también se desgranan en la biografía: "Se preguntaba quién era él en realidad —¿el alumno estelar de Amherst o un pobre chaval que nunca conseguiría valerse por sí mismo fuera de casa?— y su hermana comenzó a albergar en silencio la misma duda". Al cabo de un tiempo, cuando la medicación psiquiátrica y la terapia hicieron efecto, volvió a la universidad. Sería el primer derrumbe de los muchos que vendrían en el futuro.

Rehabilitación en Granada House

Cuatro años después de graduarse summa cum laude por su dos tesis doctorales (la segunda de ellas se convertiría en su primera novela, La escoba del sistema), Wallace ingresó en Granada House, un centro de desintoxicación que se levantaba en los terrenos del Hospital de los Marines de Brighton, a un lado de la autopista de Massachusetts.

Max: "Por muy aturdido que estuviera, desde el principio entendió que su caída en desgracia era una oportunidad literaria"

Cambió las aulas de estudio por los grupos de rehabilitación (los seguiría frecuentando hasta el final de sus días) y los estudiantes repeinados de Amherst por otros adictos que, como él, requerían de ayuda médica para apartarse del abuso de sustancias. Su estancia duró de noviembre a junio del año siguiente. En siete meses dejó el alcohol y la marihuana. Los pacientes estaban obligados a combinar las sesiones con una jornada laboral de cuarenta horas: Wallace trabajó de guardia de seguridad y de recepcionista en un gimnasio.

Apenas hacía nada que tuviese que ver con su vida anterior, pero como todos debían colaborar con tareas domésticas del centro, Wallace ayudaba en la oficina y tenía acceso a una máquina de escribir. "Por muy aturdido que estuviera, desde el principio entendió que su caída en desgracia era una oportunidad literaria. Solía sentarse en silencio, escuchando mientras los residentes hablaban durante horas sobre sus vidas y sus adicciones".

Se acostumbró a compañías que hasta ese entonces le habían resultado totalmente ajenas, personas que como mucho se parecían a las que alguna vez había visto en una de sus eternas maratones enfrente de la televisión. Compartía barracón con un tipo que había sufrido un infarto puesto de cocaína y ahora se movía con dificultad.

"La mayor parte de los tipos de la casa son reclusos en libertad", le contó por carta al editor Dale Peterson, "y, si bien son gente que básicamente no está mal, tampoco es el grupo con el que me he sentido más cómodo en mi vida: heavy metal, camisetas negras y Harleys, tatuajes explícitos y conversaciones sobre los distintos tipos de condenas carcelarias, agentes de libertad condicional, heridas de bala...".

'Time' reconoció 'La broma infinita' como una de las mejores cien novelas escritas en inglés desde la década de los 20

Wallace observaba lo que ocurría a su alrededor, y cuando podía, escribía. A los pocos meses del ingreso, ya tenía el esbozo de un relato que quizá con el tiempo se podría convertir en algo más extenso, y que se inspiraba en uno de los trabajadores de Granada House, un tal Big Craig.

Antes de empezar a cooperar con el centro como supervisor, Craig había estado enganchado al Demerol y lo habían detenido por varios robos. A Wallace le impresionaban su altura y su pose calmada, "la tranquila inmovilidad de una estatua de la Isla de Pascua". Le hacía preguntas sobre su pasado y trataba de quedarse con todos los detalles. La imagen del escritor caminando con el cuaderno abierto por las estancias del centro acabó siendo recurrente.

Fue precisamente Mary Karr quien, unos años más tarde, en pleno proceso de corrección de La broma infinita, advirtió a los editores que muchas de las escenas que aparecían en el manuscrito se habían construido sobre aquello que Wallace había visto y oído en Granada House y en sus encuentros con los grupos de rehabilitación.

La novela, "un intento de entender la tristeza inherente al capitalismo", en palabras de su propio autor, se publicaría finalmente en 1996. La revista Time la reconocería como una de las mejores cien novelas escritas en inglés desde la década de los 20.

A Wallace, a los 34 años, le esperaba el estruendo del éxito literario. Y unas cuantas sombras más en el camino. De momento, había conseguido encerrar en un libro de más de mil folios aquello que había creído entender sobre el mundo tras una juventud despiadada y llena de contrastes, una caminata por el filo del abismo.

¿Te ha resultado interesante esta noticia?